¡Curiosa e intrigante especie la de los duendes del desierto mojado! Yo sabía de la existencia de estos seres por los cuentos que me narraba mi madre de pequeña, no obstante, nunca pensé que me toparía con uno. Caminando por un sendero algo largo, me encontré a un duende, durmiendo, bajo un árbol de naranjas y, al lado, una cesta repleta de esa fruta coloreada. Seguramente, este habría pasado toda la mañana saltando de rama en rama y necesitaba la siesta para recuperar energías y volver a casa. Como me moría de hambre, me llevé su cesta de naranjas, con intención de no dejarle ni una. Sabía que el duende no era tonto. Si me pillaba, se comería mi alma. Para ellos, esto era lo justo. Pensé que tenía un buen escondite y corrí el riesgo. No obstante, ¡Pobre de mí! No tardó en localizarme con su brújula espiritual que llevaba pegada en su pecho, un anexo peculiar de su anatomía. Ese artefacto detectaba la grasa corporal. Ellos tienen arena por grasa. La grasa es considerada, puramen...